Literatura Ilustrativa del fenómeno de Encerramiento Residencial Urbano

Novela: La Novia Oscura
Autora: Laura Restrepo
(Fragmento)

-Vístanse bien y peínense, que las voy a llevar a conocer el otro mundo -les anunció un día Todos los Santos a Sa-yonara y a sus cuatro hermanas, Ana, Susana, Juana y la nena Chuza. Se pusieron sus vestidos tiesos de organza -los reser-vados para fiesta patria o religiosa- con arandelas y peto y faldas anchas esponjadas a punta de crinolina, como nubes de almidón en colores claros: amarillo pollo el de Sayonara, rosado algodón de azúcar el de Ana, el de Su-sana azul cielo, verde menta el de Juana y blanco nieves de antaño el de la nena Chuza. Se engominaron, se per-fumaron y se lavaron los dientes, se calzaron medias y zapatos y echaron a andar detrás de la madrina, endo-mingadas en martes, por entre breñas y matorrales que amenazaban con rasgar la organza y se engarzaban en-tre el cabello desmejorando el peinado. Pese a todo avanzaban cuidadosas y elegantes como la gente de campo cuando baja al pueblo a misa, porque Todos los
Santos les había advertido que si querían conocer el otro mundo, tenían que llegar allá con dignidad. -Para que a nadie se le ocurra compadecernos -advirtió. -Pica mucho este vestido, madrina -se quejó Susana. -Pues te lo aguantas.
Llegaron hasta un punto apartado de la malla caminando por una trocha que Todos los Santos se sabía, bajaron loma y cruzaron una quebrada quitándose los zapatos para no empantanarlos, se sentaron sobre las piedras pa-ra secarse los pies, se volvieron a calzar, se peinaron de nuevo y llegaron por fin. -Ahí tienen, pues. Ése es el otro mundo -anunció Todos los Santos frente a un lugar en el cual se había venido abajo la espesa enredadera que a lo largo del trayecto se agarraba a la malla, y donde, debido a algún descuido en la vigilancia, no había guachimanes armados que espan-taran a la gente curiosa o malintencionada. Amontonadas unas contra otras y envueltas en las or-ganzas coloridas, como paquete de bombones, las cinco niñas pudieron asomarse mejor que en palco de primera, bien pegadas las cinco caras a la trama de alambre de la malla para no ver cuadriculado, tan abiertos los cinco pa-res de ojos chinitos que se redondeaban hasta perder su inclinación, y desde allí observaron lo que su fantasía ni siquiera había intentado adivinar: el mítico e impenetra-ble Barrio Staff, donde la Tropical Oil Company tenía ins-talado y aislado al personal norteamericano que desem-peñaba cargos de dirección, administración y supervisión, y que era una réplica reducida a escala del american way of Life, como si a un confortable vecindario de Fort Way-ne, Indiana, o de Phoenix, Arizona, le hubieran sacado
una tajada para transplantarla a la mitad de la selva tro-pical con todo y sus jardines y piscinas, sus prados bien cuidados, sus buzones de correo como casitas de pájaros, la cancha de golf, la de tenis y tres docenas de viviendas blancas, espaciadas, idénticas entre sí, íntegramente im-portadas desde los muebles de alcoba hasta la primera teja y el último tornillo. Al fondo y en la cima de la colina, dominando el barrio, se levantaba en madera de pino la llamada Casa Loma, residencia del gerente general de la compañía, con sus amplios espacios, su vestíbulo, sus te-rrazas y garajes.
Durante un buen rato, las cinco hermanas contemplaron aquello demudadas y como no veían aparecer a nadie allá adentro creyeron que el otro mundo era un lugar he-chizado y desierto como el castillo de la Bella Durmiente. Parecía que sus habitantes se hubieran marchado de im-proviso, sin tiempo para llevarse consigo los objetos de su vida. Una toalla abandonada al lado de la piscina, el agua translúcida aún agitada por un nadador ausente, un triciclo volcado como si el niño que lo montaba se hubiera caído y hubiera corrido a buscar a su madre, una máqui-na de cortar el pasto que esperaba al hombre que acaba de entrar a refrescarse con un vaso de agua. Objetos que brillaban con luz propia, sin estrenar, poderosos como fe-tiches, dueños de un bienestar que no está en la gente que los usa sino en ellos mismos. -¿Aquí no vive nadie, madrina? -preguntó Sayonara en voz baja por temor a espantar el espejismo, pero en ese momento salió como de la nada el hombre de la corta-dora de césped, la puso en marcha y empezó a trabajar. -¿Qué hace ese señor, madrina? -preguntó Susana.
-Corta el pasto. -¿Para echárselo a las bestias? -No, lo corta porque le gusta corto. -Qué señor más raro... -dijo Ana-. ¿Y por qué tienen a una pobre gente encerrada detrás de esta malla? -Los encerrados somos nosotros, los de afuera, porque ellos pueden salir y en cambio a nosotros no nos dejan entrar. -¿Y por qué no nos dejan entrar? -Porque nos tienen miedo. -¿Y por qué nos tienen miedo? -Porque somos pobres y morenos y no hablamos el in-glés. -Pero las casas también están enjauladas, mire, madrina -dijo Juana-, no se puede salir ni por la puerta ni por las ventanas. -Eso es anjeo de alambre, para que no entre el mosquito. -¿No puede entrar el mosquito? ¿Y los otros animales tampoco pueden entrar? -Sólo los perros. -¿Y los perros pueden salir? -Si la gente les abre la puerta. -¿Qué hace esa señora? -preguntó Ana al ver aparecer a la dueña de la toalla que se estiró en una silla plegable, dispuesta a asolearse. -Va a tomar el sol. -¿A tomar el sol? Entonces debe tener la sangre fría. Ma-chuca me dijo que las lagartijas se apostan al sol para calentarse, porque tienen la sangre fría. -Pues no. Quiere tomar el sol para volverse morena. -Y para qué lo hace, entonces -dijo Sayonara-, si no le gustamos las gentes morenas...
-Hay que entenderlos -dijo Todos los Santos-. Ellos no nacieron aquí. Son norteamericanos. -¿Y a qué vinieron? -A sacarle petróleo al terreno. -¿Y para qué se lo sacan? -preguntaba Juana. -Pues para venderlo. -¡Ah! ¿Es buen negocio vender terreno sin petróleo? -¿Qué hacen ellas dos? -preguntó Ana de un par de mu-jeres que conversaban en la puerta de su casa. -Conversan en inglés. -¿Y entonces cómo se entienden? -Pues porque saben hablar inglés. Allá adentro nadie ha-bla el español. -Alguien debería enseñarles... Un grupo de niños se metió a chapotear entre la piscina, un hombre se puso a lavar su automóvil, una mujer sacó manguera y empezó a enjabonar al perro. La nena Chuza miraba todo lela, sin dejar escapar detalle, pero no pre-guntaba nada porque la nena Chuza nunca abría la boca. -Lavan perros, lavan niños, lavan autos... -dijo Juana-. ¡Qué gente más limpia! ¿Y dónde se ensucian tanto, si adentro no hay mugre? -No hay mugre porque lo limpian. -Y para qué lo limpian, si no hay mugre... -Pues para mantenerse ocupados y para matar el rato mientras pueden regresar a su país. -¡Mire, madrina, andan descalzos! ¿Es que no tienen za-patos?
-Sí que tienen. Andan descalzos porque les gusta, y los zapatos los mantienen guardados dentro de las casas.
-¿Para que no se les ensucien?
-Puede ser.
-¿Y si se les ensucian los pies?
-Pues se los lavan, como al perro.
-¿Y para qué lavan al perro? -preguntó Ana, que en la vi-da había visto a nadie lavar un perro.
-Para que no suelte olor.
-¿Los perros de ellos huelen muy feo?
-Todos los perros huelen igual.
-A mí me contaron un cosa -dijo Sayonara-. Me la contó el señor Manrique. Dijo que el piso de algunas casas está cubierto de lana, como las ovejas.
-¡Eso sí que es raro! -gritó Susana-. Serán embustes de Sayonara...
-Es verdad -confirmó Todos los Santos-. Son casas con alfombra.
-¡Qué gente más loca!
-¿Y ésos de allá qué hacen, madrina? -urgía Juana, ti-rándole de la falda.
-Juegan un juego que se llama tenis.
-Pero si no son niños... ¿Acaso los adultos también jue-gan?
-Sí, también -dijo Susana, alardeando de entendida-. Y gana el que atrape la pelota con la mano.
-No, gana el que logre tirarla más lejos con la raqueta -corrigió Todos los Santos-. La raqueta es ese canasto aplastado que tienen en la mano.
-Y ahí adentro, en Barrio Staff-quiso saber Ana-, ¿la gen-te también se muere?


-Sí, también. La muerte es la única que se les cuela cada vez que le da la gana.

No hay comentarios:

Publicar un comentario